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Sobre la meditación, la escritura y los hidratos de carbono por la noche

Ayer volví a meditar.
A intentarlo, quiero decir. Que no es poco con la intención, ojo, porque es esta una piedra con la que llevo dándome desde el año 2013 más o menos. Y con los mismos resultados siempre: un par de tardes emulando a un yogui y vuelta a los torreznos y a usar Twitter. ¿Puede haber algo que rompa más la quietud, la mente en blanco y el dejar ir los pensamientos que el pajaroto azul?
Confieso que tampoco esta vez albergaba esperanza alguna de que la práctica de la meditación hubiera retornado a mi vida para quedarse definitivamente. Pero no es de mis repetitivos abandonos de esta disciplina de lo que quiero hablar, sino del acto de meditar en sí.
Veinte minutos, no creáis que fueron más.
Veo a través de esta pantalla de doble sentido las miradas de algunos de vosotros. Esas risillas de suficiencia. Os reto a que intentéis estar veinte minutos sin pensar en nada. ¡Diez minutos ná más! Concentrados tan solo en vuestra respiración, desechando todos los pensamientos que acuden a la mente, sin culparos, como dicen en todas las meditaciones guiadas que podéis encontrar en cualquier rincón de Youtube en el que alguien haya encendido una vela.
Por cierto, que esta vez también yo puse una vela. Por si ayudaba más que nada, y por aquello del hábito y el monje. Y eso que no las tenía todas conmigo en cuanto a lo de la vela. Era de esas estrechas, con poca base, y aunque derretí antes la cera para pegarla al platillo de café, a uno siempre le queda el miedo de que, mientras estás con los ojos cerrados, la vela se caiga y tú estés tan concentrado que no te des cuenta y las cortinas ardan hasta que sea demasiado tarde.
Sin embargo, el miedo de salir ardiendo fue de los pocos pensamientos que no acudieron a mi mente en esos veinte minutos (que sí, lo sé, veinte minutos de mierda).
Por desgracia sí lo hicieron los siguientes: un proyecto que estamos a punto de lanzar en el trabajo, un email que tengo que enviar mañana, otro email diciendo que he enviado ese primer email, las voces de los vecinos de abajo, mis tíos a los que tengo que llamar sin falta, la celebración de un cumpleaños al que no voy a poder asistir, qué iba a cenar por noche, la propia meditación como tema del que escribir en el blog, el hambre que tenía, etcétera.
Y de entre todos estos pensamientos destaco uno que es, ahora sí, de lo que quería hablar desde el principio de este post: lo maravillosa que es la meditación.
Las pocas veces en el pasado en las que he conseguido estar concentrado, sin pensamientos invasores, y tan solo fijándome en la respiración, ha resultado ser una sensación extraordinaria, una experiencia muy placentera cuyo efecto se prolongaba después, cuando reemprendía mis tareas cotidianas. Como si estrenara un cuaderno en mi mente, lleno de hojas y hojas en blanco a mi disposición. Tal vez por esos pocos minutos de recompensa sea por lo que, cada seis meses aproximadamente, vuelva a intentarlo.
Y siendo la meditación estupenda, que lo es, hay otra actividad en la que con mucha más frecuencia y facilidad también he logrado alcanzar ese estado de concentración, estar absorto en otro mundo, ajeno a lo que pasaba a mi alrededor. La escritura. Cuando he llegado a disfrutar de este placer, con mis ojos clavados en la pantalla y mis dedos moviéndose autónomos por el teclado ha sido, a falta de una expresión más literaria, la repanocha. Porque en verdad, cuando esto sucedía, yo no estaba ahí, sino en la escena que estuviera escribiendo en ese momento, con el personaje, metido bajo su piel, viviendo al mismo tiempo que él lo que le estaba aconteciendo. Quien lo probó lo sabe… que dijo Lope refiriéndose al amor y que yo aplico a la escritura.
Algunos dirán que escribir no es como la meditación y seguro que tienen razón. Tampoco es excluyente. Solo digo que cuando he llegado a ese nivel de inmersión en la escritura no puedo comparar esta actividad con ninguna sin que la aspirante no salga perdiendo. Meditación incluida.
Y esos días en los que me cuesta levantarme para darle a la tecla, o creer en la historia que estoy trenzando, o creer en mí para seguir adelante, trato de recordar cómo me siento cuando lo consigo y cómo lo disfruto. A diferencia de la meditación, no vacío mi mente para dejarla en blanco, sino que esa inmensidad desierta se empieza a llenar de vida, de animales y seres de toda clase, de hechos más o menos fantasiosos y de diálogos, ambientes y sorpresas en la trama… Para cuando todo eso bulle yo ya no estoy aquí, sino en otro mundo.
Lo malo es que esto no suceda siempre. Porque no son pocas las mañanas en las que me doy contra la mesa y de ahí no sale nada y no me transporto a ningún lado. Por eso, mientras intentaba meditar, creí que sería oportuno escribir sobre esto en el blog: aunque solo sea para recordarlo cuando sea necesario. También decidí meter una pizza en el horno tan pronto como abriese los ojos.
Fotos: Ian Stauffer / Thomas Franke / Foad Roshan
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