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Lo que Caligari, Carvalho y Weege me enseñan sobre narrativa

Recientemente me he acercado a tres obras que, aunque pertenecen a formatos y géneros muy distintos, comparten un propósito fascinante: explorar la realidad desde ángulos únicos, con un enfoque que trasciende lo superficial para invitarnos a reflexionar sobre lo visible y lo invisible, lo explícito e implícito.
El gabinete del Dr. Caligari: La atmósfera como reflejo
Esta película clásica del cine expresionista alemán, dirigida por Robert Wiene en 1919, es un viaje inquietante a través de una atmósfera cargada de simbolismo. Sus escenarios distorsionados, marcados por líneas retorcidas y ángulos imposibles, nos sumergen en la mente de sus personajes y nos recuerdan que el entorno puede ser mucho más que un simple decorado: puede convertirse en un espejo de las emociones humanas, amplificando el conflicto interno y externo.
El giro final, que revela la locura del protagonista/narrador, añade otra capa de ambigüedad narrativa que sigue siendo relevante más de un siglo después. Nos obliga a cuestionar lo que hemos visto y nos enseña que la percepción es un terreno frágil, siempre sujeto a interpretaciones. Esta película es un testimonio de cómo el cine, incluso en sus primeros años, podía ser profundamente psicológico y visualmente innovador.
Los pájaros de Bangkok: La trama frente a las reflexiones
En otro extremo del mapa narrativo está esta novela de Manuel Vázquez Montalbán, protagonizada por el detective Pepe Carvalho. Publicada en 1983, la obra mezcla la investigación con las reflexiones sociales y culturales características del autor. Sin embargo, esta combinación, que en teoría podría ser enriquecedora, corre el riesgo de desequilibrarse. Carvalho, aunque ingenioso, a veces parece más un altavoz para las ideas del autor que un personaje plenamente autónomo.
A pesar de esto, la novela es un ejemplo claro de cómo un escritor puede utilizar la ficción para abordar temas más amplios, desde la crítica a la burguesía hasta el arte culinario. Vázquez Montalbán convierte cada rincón de su obra en una oportunidad para explorar la sociedad de su tiempo, recordándonos que la novela negra no solo puede entretener, sino, por supuesto, también cuestionar y criticar.
Weegee y lo implícito en la imagen
Por último, está la obra del fotógrafo Arthur H. Fellig, más conocido como Weegee, cuya exposición pude ver a finales del 2024 en la Fundación Mapfre de Madrid. Aunque inicialmente se le conoce por su trabajo en sucesos, Weegee trasciende este ámbito y se revela como un verdadero cronista visual, crítico social y artista.
Entre sus series más impactantes están las fotografías de rostros de espectadores que observan hechos extraordinarios, como incendios que quedan fuera de plano. En estas imágenes, los rostros cuentan historias que no vemos directamente, dejándonos imaginar lo que ocurre fuera del encuadre. Es imposible no pensar en el efecto Kuleshov.
Weegee también nos provoca con sus imágenes de estrellas de Hollywood deformadas, una crítica mordaz a la cultura del espectáculo, y con performances fotográficas como la captura de una mujer pobre junto a una mujer rica de la alta sociedad. Cada imagen es un recordatorio de que el arte puede ser tanto un espejo como una denuncia.
¿Qué une a estas tres obras?
Quizá su capacidad para hacernos mirar más allá de lo evidente, para enfrentarnos a lo que está fuera de plano, en las sombras o incluso deformado por nuestras propias percepciones. Tanto el cine como la literatura y la fotografía nos ofrecen herramientas para explorar lo visible y lo invisible, para cuestionar lo que creemos saber y para imaginar lo que queda por descubrir.
En un mundo saturado de imágenes y narrativas, estas obras nos recuerdan que la verdadera maestría está en lo que no se dice, en lo que se insinúa y en lo que obliga al espectador, lector o público a llenar los vacíos con su propia imaginación.
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