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Sopa de letras
Supongo que, si me lo propusiera, en este espacio finito de 21 centímetros de ancho por 29,7 de alto, cabrían todos los lugares por los que mi vida ha pasado. De momento me basta con albergar mi ciudad natal. Zaragoza entra aquí con holgura, Ebro incluido, aunque el río no se vea porque discurre por el reverso de la hoja. Siempre hemos vivido de espaldas al río, decía mi abuelo, solo nos acordamos de él cuando se desborda. Sus palabras resuenan ahora con el mismo tono fatalista de entonces. Pareciera que nada se podía hacer para cambiar ese desinterés de los zaragozanos por aquella masa de agua marrón. Una jota dice que el río guarda silencio al pasar por el Pilar. Porque nadie le habla, quizá.
En cambio, sí estaba presente en nuestras conversaciones diarias el viento, al que nosotros llamábamos aire. Vaya aire hay hoy, decía alguien, y otro se echaba la mano a la cabeza y resoplaba: Buuuf. Y al vaciar sus pulmones no hacía sino engordar el aire con más aire. Toda la ciudad resollando al unísono, eso debía de suceder los días de mucho viento, que nosotros llamábamos aire, aunque en verdad su nombre es Cierzo.
Hay que saber que esa corriente de aire muta. En verano es tórrida y te cuece los ojos como huevos poché. Funde los zapatos al asfalto y derrite carne y huesos de los intrépidos que osan pisar la calle después de comer. Los archivos de la policía están llenos de casos de algún paisano despistado, y de otros muchos forasteros, que salieron a por tabaco y hasta luego nunca más. ¿Hipótesis? Que se escurrieran como sustancia licuada por la alcantarilla y china chana, china chana, de ahí al río y hasta el mar. Siento de nuevo ese aire flamígero circulando de un margen al otro de la página, corriendo por entre estos renglones y limando los palos de las “p” y las “l”. Como una freidora de aire, así era Zaragoza en verano.
Digo que ese mismo viento, dilatado por el calor de junio a septiembre, cambia al llegar el invierno. Adelgaza, se contrae, se afila y te acuchilla los labios, las manos y la punta de la nariz. Laceraciones contra las que mi madre me protegía a conciencia. Una camiseta interior de manga larga, que me aprisionaba. Una camisa de franela, cuya etiqueta tenía la habilidad de encontrar siempre la forma de arañarme la nuca. Después el jersey y el anorak, que nosotros llamábamos chambergo. Culminaba todo aquello asfixiándome con una bufanda, enfundándome las manoplas y encasquetándome lo que más odiaba de todo: el pasamontañas. Prenda que mi madre había tejido con amor y con las mejores lanas, no lo dudo, pero que hacía que mi cabeza ardiera en picores y despidiera rayos como los que años después vería salirle a Spiderman de su cabeza. Y no me extraña: aquella máscara también tenía que picar lo suyo.
De esta guisa iba al colegio por las mañanas, que en mi memoria siempre son de invierno. A veces me llevaba mi madre, pero la mayoría de las ocasiones iba con un compañero y su madre. A mí me gustaba más ir con la mía, obvio. Los picores eran iguales, pero al menos ella no nos sometía a los exámenes orales como sí lo hacía la madre de mi compañero. Nos preguntaba las tablas de multiplicar: su hijo se las sabía a la perfección, como si las hubieran ensayado la noche anterior en casa, y yo empecé a desarrollar un odio hacia los números que llega hasta hoy.
Recuerdo que al llegar al paseo del que no aprendí su nombre hasta mucho más tarde, el aire corría descontrolado y en las confluencias de las calles se formaban remolinos que hacían girar en círculo las hojas caídas de los castaños. Siete por seis: cuarenta y dos; siete por siete: cuarenta y nueve… Soñaba con los ojos abiertos que empezaba a llover, que llovía mucho, tanto que el río se desbordaba y las calles se inundaban, y nosotros tendríamos que ir al colegio en canoa, dando paladas a uno y otro lado, apartando los trozos de palabras de este texto que flotarían sobre el agua, esa sopa de letras en la que se habría convertido mi ciudad.
Foto de https://unsplash.com/@mahkeo
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