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De Hitchcock, King y otros guilty pleasures similares
Andaba releyendo hace unos días El cine según Hitchcock de Françoise Truffaut. Libro de sobra conocido por todos aquellos a los que les interese el cine en general y el del británico en particular. Repleto de valiosas reflexiones acerca de su cinematografía, pero también sobre el arte, el entretenimiento y la narrativa. Un clásico, vaya.
Bien, pues en el prólogo del libro escribe Truffaut lo siguiente: “…los críticos americanos prestaron a partir de 1968 más atención al trabajo de Hitchcock (…) y los cinéfilos más jóvenes adoptaron definitivamente a Hitchcock sin verse obligados por su éxito, por su riqueza y por su celebridad.”
Porque antes de esos años, es decir, durante la mayor parte de su carrera, Hitchcock fue considerado un director mañoso, un virtuoso de la técnica, un especialista en atrapar al espectador, un conocedor del cine como espectáculo de masas. Para la mayoría era poco más que un gran embaucador, el mejor, pero un embaucador. Todos estos atributos eran los que solían agruparse bajo el consabido título de Mago del suspense. Punto pelota.
Por supuesto, en esa época, no hubo atisbo alguno de reconocer en Hitchcock a uno de los mayores artistas del siglo XX. Alguien que, como se demuestra en el libro, había reflexionado ampliamente acerca de su propia obra e intenciones, además de haber hecho avanzar el lenguaje cinematográfico de manera exponencial. Hay que recordar que, para el año 1968, Hitchcock había dirigido más de 50 películas entre las que no sería difícil destacar una decena de obras maestras de la historia del cine. Sin embargo, ni era un artista, ni tampoco un referente para muchos cineastas (posteriormente sí lo sería para toda una generación y las que vendrían después). Fueron unos críticos franceses los que vieron más allá del éxito de sus películas, del resplandor de las estrellas de Hollywood, del dinero recaudado. Pero lo significativo no fue solo que lo vieran, sino que se atrevieron a decirlo en público y reclamar su valía artística.
De un tiempo a esta parte me he encontrado un cierto paralelismo con el perfil literario de Stephen King. Cada vez escucho a más escritores reivindicar sin miedo la influencia que el de Maine ha tenido en su vida. Como lectores, primero, y como escritores después.
La argentina Mariana Enríquez lo ha dicho en más de una conferencia en la que habla con cariño de King. En España lo ha reivindicado Juan Gómez Jurado. Y hace poco escuché a otro argentino, Luciano Lamberti, hablar de King en términos muy elogiosos. De hecho, fue gracias a las palabras de Lamberti que me decidí a leer Dolores Clairbone, libro que, sin ser el mejor de King, podría suponer la cumbre de muchos que aspiramos a contar una historia interesante y a hacerlo de forma memorable.
Me alegra que se esté produciendo esta reivindicación.
Porque en ese “quitémonos los complejos” me he reencontrado conmigo mismo. King es uno de los autores que más he leído y al que vuelvo con frecuencia para darme el gustazo. Es, además, uno de los autores con los que “peor” lo he pasado, lo que en su caso es decir algo muy bueno. IT fue el primer libro suyo que leí. Recuerdo que me encantó, me atrapó. Me fascinó esa capacidad de alternar el presente y el pasado. La escena de un globo flotando por la biblioteca todavía me asalta a veces. Durante el verano en el que lo leí me trasladé a vivir al pueblecito de Derry durante sus más de mil páginas y cuando terminó el libro me sentí huérfano, desubicado, sin querer marcharme de allí a pesar del miedo pasado.
Después vendrían Apocalipsis, El resplandor, El misterio de Salem’s Lot, La zona oscura, La larga marcha, Misery, Cementerio de animales, el libro de cuentos El umbral de la noche… Sin olvidar Mientras escribo, libro a medio camino entre las memorias y sus consejos de escritura que, al igual que el de Truffaut sobre Hitchcock, es un referente para todo aquel que desee aprender a narrar.
No voy a decir que sus libros sean perfectos, porque no lo son. Muchas veces se alarga en los principios. Otras novelas suyas tardan en cerrar o, cuando lo hacen, es de forma decepcionante. A veces, terminas la lectura y no sabrías decir muy bien todo lo que has leído, sumido como estabas en un torrente que te arrastra. En ocasiones hay planteamientos de novelas suyas que… en fin, se caen antes de levantar el vuelo. Pero lo que no puedo decir es que me haya aburrido, o que no sepa mantener el pulso narrativo, o que no cree escenas que vas a recordar toda tu vida o, por supuesto, que no dibuje personajes estupendos a los que vas a echar mucho de menos cuando acabes de leer.
Escuché a alguien decir (juraría que fue a Laura Fernández, que también lo ha reivindicado) que King es un escritor que provoca en ti ganas de ponerte a escribir. Estoy de acuerdo. No sé si es por la aparente sencillez con la que escribe. O tal vez porque en sus historias, como le sucede a las películas de Hitchcock, es fácil imaginar al autor que hay detrás. Ese creador que sonríe con picardía, frotándose las manos, pensando en el lector o espectador y diciendo para sí: «verás cuando lleguen a esta parte». Creo que tener ese poder en nuestras manos, esa capacidad de atrapar al lector, es algo que a todos los que escribimos nos gustaría llegar a dominar. Para ello no puedo sino recomendar la lectura de King de manera desacomplejada. Aunque tranquilidad: como buen guilty pleasure que es también se puede seguir leyendo a escondidas hasta que aparezca su Truffaut particular al rescate.
Foto de Luis Villasmil en Unsplash
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