Responsable: Jorge Duarte Ruiz
Finalidad: Gestionar tu consulta a través de nuestras vías de contacto.
Legitimación: Tu consentimiento explícito al marcar la casilla correspondiente.
Destinatarios: No cederemos tus datos a terceros; no obstante, nuestros proveedores de servicios logísticos e informáticos tendrán acceso a tus datos con la finalidad mencionada.
Derechos: Acceso, rectificación, supresión, oposición, limitación del tratamiento y portabilidad.
Información adicional: Política de Privacidad».
Vergüenza guerrera. Apuntes sobre «Las troyanas»
1- ¿Cuándo termina una guerra?
Alguien podría responder: cuando se firma la paz. Otra persona más pragmática tal vez situase el final antes: la guerra se acaba cuando ya no queda nadie en pie para batallar. O bien, si se prefiere, cuando los pocos que todavía resisten deciden rendirse ante el enemigo para conservar su vida. No cuento con una respuesta a mi pregunta. Lo que sí tengo es una sospecha: que las guerras duran mucho más tiempo de lo que las apariencias nos indican.
Las troyanas, de Eurípides, comienza precisamente cuando la guerra de Troya ha terminado. A mi juicio, esta tragedia abre otra vía para plantearnos la cuestión del momento exacto en el que finaliza un conflicto. Porque si bien es cierto que en la obra ha cesado la batalla convencional, también lo es que el dolor de los que sobreviven no ha hecho más que comenzar. Ahí es donde planteo mi hipótesis: ¿y si una guerra continuase en la medida en la que el sufrimiento de sus víctimas también prosigue? De ser así, las guerras permanecerían flotando como una neblina sobre los territorios en los que se ha combatido. Seguirían resonando los gritos en las personas que los habitan, incluso décadas más tarde de que la última bala o espada hubiera matado al último de los combatientes.
He dicho «los» que sobreviven, pero en realidad son “las” mujeres quienes quedan después de la guerra de Troya. Ellas son las protagonistas de la obra: como sujeto, pero también como objeto. Para ellas, con la reina Hécuba al frente, la guerra continúa en forma de tortura. Su sufrimiento comienza en el preciso instante en el que la contienda oficial, la épica gloriosa repleta de «héroes» y cantada por Homero, ha terminado.
Pero antes de abordar el papel de la mujer en esta tragedia, creo oportuno hablar de otro gran tema presente en la obra: la venganza. Pues no son pocos los personajes que desean vengarse y tal vez este sea el único fruto que cabe esperar de la guerra. Una semilla, la de la venganza, sembrada diez años atrás en el campo de batalla, a las puertas de Troya; regada durante una década con sangre y lágrimas en abundancia, esperando que llegue el momento de poder recolectarla.
2- La venganza
Poseidón se siente agraviado tras la guerra: ¡Yo soy el vencido! ¿Quién servirá mi culto? ¿Quién me honrará en esta tierra quemada?[1] Y no le falta razón, pues qué sentido tiene un dios sin nadie que lo adore.
También ofendida se siente Palas Atenea, quien dice querer castigar a los griegos porque Casandra, hija del rey de Troya, se había refugiado en el templo de la diosa y Ajax la había sacado de allí a rastras. ¿Crees que hubo ni un solo griego para castigarle o siquiera para censurarle? Nadie. Y mi templo está ardiendo, añade la diosa, y pareciera que esto último es lo único que en verdad le importa y aquello por lo que busca venganza. Ambas divinidades deciden hacer tortuosa la vuelta de los griegos a sus hogares. Sabemos que, para alguno de ellos, como Ulises, lo será especialmente.
No obstante, los principales promotores de la venganza no son los dioses, sino los propios vencedores de la guerra. Son los griegos, los hombres griegos, quienes se conducen de esta manera y desatan su furia sobre las mujeres de Troya. Muchos podrían pensar en los hombres griegos de la antigüedad como civilizados, benévolos en la victoria, tipos de carácter elevado, pero se comportan con brutalidad irracional con las extranjeras vencidas. Ese “ardor guerrero”, tan romantizado y edulcorado en muchas historias, ha provocado la devastación más absoluta. Lo han hecho antes de que comience la narración de la obra, y seguirán produciéndola durante esta. Sin embargo, para los vencedores, para los hombres vencedores, esta bestialidad parece no constituir sino un acto de justicia: la compensación por diez años de lucha. El resarcimiento por una vida perdida que ya no recuperarán, a pesar de haber sobrevivido. Las mujeres, en definitiva, son consideradas por los hombres griegos como un objeto: el legítimo botín de guerra que se les prometió al comienzo de la misma.
Volvamos a la venganza. Porque también se vengará Casandra, si bien solo ella lo sabe, de la muerte de su padre, hermanos y del pueblo de Troya en general. Por eso, porque ella sí conoce lo que va a suceder en el futuro, parece encaminarse alegre hacia su castigo: ser la esclava sexual de Agamenón, quien con sus órdenes dio muerte a conciudadanos y familiares de Casandra. Para ella, este acto casi supone felicidad, pues hará posible su venganza, a pesar de que esta conlleve su muerte, que más bien pasaría a ser considerada ahora como un sacrificio personal necesario. Así de enfermiza debe de ser la venganza que logra que nada fuera de ella misma importe, ni siquiera la propia vida.
Menelao quiere vengarse de Helena, su mujer infiel. Desea matarla, aunque se justifica diciendo que no ha hecho la guerra por ella, sino por el que se convirtió en su amante: Paris. Tengo la impresión de que Menelao miente y no busca la venganza por otra persona o causa sino la de él mismo y el profundo sentimiento de vergüenza que siente. Porque ha sido herido en su orgullo masculino. Porque, dicho de otra forma, no solo ha sido un cornudo, sino que pasará a ser El Cornudo por antonomasia de la historia antigua. Esa vergüenza frente al resto de los hombres es lo que le hace pelear y aguantar diez años, pero le va royendo cada día que pasa a los pies de los muros de Troya. Le encorajinan las risas de los otros hombres, de los enemigos y también de su propia tropa, a los que no es difícil imaginar machiruleando por las noches frente al fuego acerca de cómo hay que tratar a las mujeres para que no se le subleven a uno. Ay, Menelao, que te creíste coronao, y no eres más que un venao… podrían cantar perfectamente esos hombres horas antes de volver a pelear en el albero, a ver si a fuerza de combatir consiguen ir afeitándole los cuernos a su jefe.
Y por fin, relacionado con la venganza, se halla también el personaje de Ulises, el tan bien considerado por la historia, el astuto y valiente aventurero. Pues bien, este “héroe” sugerirá el asesinato del hijo de Héctor y Andrómaca, precisamente para evitar una venganza futura del heredero de Troya. Tela con Ulises. Cuesta no acordarse aquí de otro niño, de nombre Vito, que escapó a la muerte de casualidad y que, él sí, tuvo la oportunidad de regresar a su patria, años más tarde y con el Corleone en su apellido, para vengarse de quien mató a su padre. Mario Puzo sabía de la vigencia de esta tragedia.
3- Las mujeres
Decía antes que las protagonistas de la obra son las mujeres, aunque cabría preguntarse hasta qué punto no son más bien un objeto, pues lo cierto es que poca capacidad de elección tienen y apenas cuentan con margen de actuación más allá de la protesta. Su única posibilidad de sobrevivir es obedecer lo que dicten los griegos, los hombres griegos, los vencedores, sus nuevos amos: Agamenón, Ulises, el hijo de Aquiles… Hombres que, salvo en el caso de Menelao y Taltibio, no aparecen en escena y que aun así van a regir las vidas de estas mujeres desde las bambalinas.
Pero también influyen en su devenir presente “sus” propios hombres troyanos: Príamo, el rey caído; Héctor, que ya no vive para acudir en su ayuda; y Paris, que con su deseo hacia Helena provocó una guerra con resultado trágico para todas ellas. Es esta, por tanto, una historia de guerra, sin que aparezca la batalla; una narración con hombres poderosos que toman decisiones crueles, pero que no se dejan ver; y es una obra en la que, de las causas iniciales que pudieron originar el conflicto, ya solo quedan sus consecuencias.
Hay violencia contra las mujeres, a las que tratan como objetos, ya lo hemos dicho. Son botín, son mercancía expuesta en el mercado, las que reciben los golpes que los hombres ausentes ya no sufrirán. Esas mujeres troyanas han sido la recompensa prometida a los hombres que fueron a la batalla. ¿Cómo no traer el texto a nuestro presente? Así alentaba el general golpista Queipo de Llano a sus hombres durante la Guerra Civil: Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y de paso también a sus mujeres. Esto está totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres y no milicianos maricones. No se van a librar, por mucho que berreen y pataleen.
Son la reina Hécuba, sus hijas Casandra y Políxena y también su nuera, Andrómaca, además del coro de mujeres que representa a todas las troyanas anónimas, pero que igualmente sufrirán el daño a manos de los griegos. Insistimos: de los hombres griegos. Todas ellas son los “objetos” que cargarán en las naves y a las que llevarán lejos de su hogar. Arrastradnos a la fuerza, dirá Hécuba al final del texto adaptado por Sartre. De grado, no iremos hacia el destierro y la esclavitud. Y tal vez esta sea la única acción posible que les quede: manifestar su oposición.
No deja tampoco de ser un “objeto” la propia Helena, a la que, según hemos leído siempre, raptaron y llevaron a Troya contra su voluntad, y a la que ahora volverán a subir a una nave con rumbo a Esparta. Sin embargo, Hécuba, carente de cualquier sororidad hacia Helena, acusa a esta de haber sido la verdadera culpable de la guerra que vino después y exculpa a su hijo. ¿Paris te arrebató a la fuerza? ¡Vamos!… ¡se hubiera sabido! Porque hubieras gritado, supongo. ¿Quién te oyó gritar? Tus hermanos vivían aún (…). ¿Los llamaste? Las palabras de esta tragedia de hace 2.500 años reviven, una vez más, en torno al concepto del consentimiento en las relaciones sexuales y en la vergüenza que han supuesto algunos interrogatorios judiciales a mujeres que han sido violadas.
4- La patria
Hace un tiempo me llegó uno de esos vídeos en los que se ensalza la historia de España. Una historia que los “patriotas” autores del vídeo escriben con mayúsculas y en molde de oro. Una historia luminosa, sin espacio para sombras. Una historia escrita con tinta testosterónica, de la que no se borra, porque quienes protagonizan esa historia, los que la hicieron avanzar según ellos, fueron hombres o, como mucho, mujeres que adoptaron roles masculinos como comandar las tropas o guerrear (Isabel la Católica, Agustina de Aragón, Manuela Malasaña y pocas más tienen cabida en su hall of fame). Un pasado glorioso, según estos videopatriotas, al que habría que volver. Porque su propuesta de progreso no es otra que… ¡retornar al pasado! Tócate los tamames.
¿Y qué acontecimientos escogieron los que perpetraron este vídeo para, en tres minutos, reflejar la grandeza de esta patria nuestra? Duele, pero no sorprende, descubrir que se trataba, en su mayor parte, de guerras, conquistas y “hazañas” militares. Ya he dicho que las figuras históricas destacadas eran, sobre todo, militares varones.
En Las troyanas también se habla de la patria, de la de Troya. Una patria pequeña y manejable, con dimensiones de ciudad que resultan asumibles, definidas, manejables para crear en ellas una comunidad. Y en torno a eso que los troyanos habían construido se levanta su defensa frente al ataque invasor, extranjero y colonialista de los griegos. ¿Podemos ser equidistantes entre invasores e invadidos? ¿Acaso creemos que esa colonización española de la que tanto presumen algunos se hizo por las buenas? ¿Que no hubo resistencia de los pueblos conquistados?
Las mujeres que salen en la escena defienden el papel desempeñado por los ciudadanos en defensa de Troya. Al menos han muerto por una causa, dice Casandra, no como los griegos que han muerto por nada, en el extranjero, sin volver a ver a sus hijos ni a sus padres, esos viejos cobardes que no supieron impedirles marchar. ¡No hay tumbas para los griegos! La soledad de un cadáver en tierras extranjeras que ya no comprenderá, puede que tampoco lo lograra en vida, las razones por las que se encuentra allí, por quién o por qué ha luchado y qué sentido tiene morir por una causa hacia la que le han empujado esos viejos cobardes de la retaguardia.
Son cuestiones estas que los soldados no se plantean, ¿o sí? En Las troyanas aparece un único soldado griego en escena: Taltibio. Ejecuta todas las órdenes que sus jefes le mandan, es cadena de transmisión de la venganza y las represalias contra las mujeres. Pues bien, incluso un soldado tan eficiente como Taltibio se permite dudar en alguna ocasión del criterio de sus mandos: Venera uno a los grandes, los cree sabios, y, al cabo, no valen más que nosotros. Cuestiona también, siquiera por un momento, su papel como ejecutor de la orden de asesinato del pequeño hijo de Héctor. ¡Misión verdaderamente desagradable!, dice Taltibio para sí. Hubieran podido ahorrármela porque yo tengo corazón. Le gustaría no hacer algo que va en contra de su moral, de cómo él se autopercibe, pero esa pequeña esperanza se apaga ante el rodillo imparable de la guerra y Taltibio acepta su misión. Calla, consiente y ejecuta. ¿Qué sería de los generales y sus guerras si los soldados cuestionaran sus órdenes? En fin, es la guerra, afirma Taltibio antes de ejecutar el asesinato. Es la guerra que, como ya sabemos, todo lo justifica, todo lo permite. Un carnaval para la muerte y la destrucción.
Entonces, para que me quede claro y retomando lo que exponía al principio de este apartado: ¿es acaso de esta locura colectiva a la que llamamos guerra, de este horror sin freno, de lo que como “patriotas” deberíamos estar más orgullosos? Si así debe ser, perdónenme, pero yo no lo estoy. Es más, declaro mi más absoluta incapacidad de ser patriota a su manera. La guerra es un fracaso anticipado del que nada bueno cabe esperar. ¿Cómo edificar una patria sobre un suelo repleto de huesos pulidos como cantos rodados? ¿Cómo caminar sin tambalearnos hacia un futuro ilusionante para todos? No quiero pecar de naíf. Tal vez las guerras sean difícilmente inevitables, no lo sé. Pero de ahí a hacer de la guerra algo por lo que sacar pecho patriotero… Por favor, tengamos algo de vergüenza guerrera.
5- Los dioses
Sigo con más preguntas: ¿Qué hacer cuando el horror parece ser lo único de lo que se compone nuestra vida? Las troyanas, o al menos una de ellas: Hécuba, se vuelve hacia los dioses a los que pide explicación, clemencia, justicia, ayuda. Sin obtener nada de esto de ellos.
Los dioses de la obra, que son en resumen todos los dioses del mundo, están ausentes de la vida cotidiana de los seres humanos. Nos hallamos solos frente a otros hermanos y hermanas a los que, en vez de reconocer como iguales, alejamos de nuestras vidas impidiéndoles que se acerquen. Con ese fin, interponemos ante ellos dioses inventados, murallas de carne divina intangible que nos separan, nos diferencian y, en último término, nos elevan y hacen sentir superiores a nuestros semejantes. ¿O acaso es posible creer que el dios de cada uno no es el único y por tanto lo mejor? ¿El mayor de los bienes que puede haber? Aceptar la existencia de otros dioses (falsos y ajenos) no tiene sentido para un creyente, solo es aceptable considerar que el resto de la humanidad vive en la equivocación y la mentira. Son ignorantes en el mejor de los casos, pobrecitos. No se han enterado todavía, que diría Tamames.
Desde el inicio de la obra hasta el final, Hécuba mantiene un monólogo hacia los dioses, que desearía fuese diálogo, y solo cree en ellos cuando Menelao afirma que matará a Helena. La venganza, algo tan humano como la venganza, es lo único que devuelve la fe a Hécuba y dirigiéndose a Zeus dice: ¡Creo! Creo en tu justicia, creo, oh gozo único que me queda, creo que castigas a los malvados.
Sin embargo, poco dura a Hécuba esta satisfacción, pues observa que Helena regresa a su tierra y que Menelao va con ella. De nuevo caerá rendido de amor a su lado, pronostica la reina. Hasta cuando cree su corazón muerto, no hay amante que no siga amando, no hay amante que deje de amar. Por eso Hécuba abandona finalmente su creencia en los dioses. En balde ha tratado de comunicarse durante toda la obra con ellos. Zeus, te he creído justo, soy loca. Perdóname. La amargura de nuestros muertos no se endulzará. Se amontonan en la playa, invisibles, ven cómo se embarca, triunfante, Helena, la peste roja, y saben, ahora, que han muerto para nada.
Se unen así los grandes temas de la obra: la inutilidad de la guerra hecha por los hombres y entre los hombres, pero que sufren las mujeres; y la responsabilidad en soledad que cae en exclusiva sobre nosotros, seres humanos, y no sobre dioses, que poco importa si existen o no, pues en ambas posibilidades son ajenos e indiferentes a nuestros deseos y necesidades. ¡Y yo creía en la felicidad! dice Hécuba ante el cadáver de su nieto Astianax. La fortuna está ebria, titubea, tropieza con uno, con otro, nunca se está quieta. Preciso es que un ser humano esté loco para decir que es feliz antes del último minuto de su último día.
Y al fin, en este enfrentamiento de Hécuba con los dioses ausentes, ella se declara vencedora. Dentro de dos mil años, nuestro nombre seguirá estando en todas las bocas; reconocerán nuestra gloria y vuestra estúpida injusticia. ¡Y no podréis hacer nada, Olímpicos! Porque habréis muerto desde hace mucho tiempo como nosotros.
Llega el momento en el que lo único que queda de Troya es destruido por orden de Taltibio: No hay que dejar piedra sobre piedra, si queremos alejar toda inquietud de nuestro alegre retorno. Piensa tal vez el soldado griego que el fuego alejará los recuerdos de los crímenes cometidos en el pasado. La llama borrará cualquier posible brote de vida que pudiera llegar a reclamar venganza. Taltibio aniquila con ello su propio miedo al futuro. Alcanzado ese punto en el que ya no queda nada, Hécuba se dirige una última vez hacia los dioses y desiste: ¡Oh, Dioses sordos! Sordos, no. Malvados. ¿Para qué invocarlos? Contemplará arder lo que fue su patria, casa y vida. Nuestra patria es ese humo que vuela al cielo y desaparece. Ese humo en el que flotan los muertos, que se esfuma y deja el recuerdo maloliente de lo que la guerra supone… ¿Sí? ¿De verdad tendremos memoria de la realidad de esta historia o recordaremos la guerra como algo glorioso?
Para sorpresa, y por decisión de Sartre, los dioses ausentes durante casi toda la obra reaparecen al final. Habla Poseidón y acaso sus palabras sirvan para advertirnos: Ahora vais a pagar. Haced la guerra, mortales imbéciles. Destrozad los campos y las ciudades. Violad los templos, los sepulcros, y torturad a los vencidos. Haciéndolo así, reventaréis. Todos. En esto tal vez sí me sea posible tener algo de fe en esos dioses.
6- ¿Y nosotros qué?
Supongo que una buena parte de lectores de estas líneas no ha sufrido en sus carnes una guerra. A pesar de que todos los días en los medios de comunicación parezca que estemos a punto de entrar de lleno en varias. (¿Estamos ya en ella?) La historia de la humanidad está rebosante de belicismo, por lo que no sería de locos apostar a que tarde o temprano volvamos a estar en guerra. (Repito: si no estamos en ella ya.) Entonces, cuando esto suceda, los agoreros, esos oráculos que vaticinan y desean la catástrofe, los halcones o, en palabras de Eurípides: esos viejos cobardes, dirán algo como: ¿Veis cómo teníamos razón? No faltará quien suelte la manida frase latina: si vis pacem, para bellum con la que muchos todólogos intentan justificar la escalada armamentística y la guerra preventiva.
Puede que, porque la guerra no nos haya tocado de cerca, tengamos este concepto por completo interiorizado en nuestro día a día como algo lejano. Muy triste, sí, pero inevitable, e incluso alguna vez llega a transformarse en deseable y necesario, un momento romántico, pintoresco y, por qué no, hasta heroico. Sin ir más lejos, en mi campo de actividad profesional, el de la comunicación y el marketing, mostramos poca de esa vergüenza guerrera a la que me refería antes y las metáforas bélicas son habituales y abundantes. Se habla de guerra comercial, atacar el mercado, del target (objetivo) de una acción, de las estrategias defensivas u ofensivas para nuestra empresa, de ocupar posiciones clave, de impactar al público o del cliente cautivo, como las mujeres troyanas. En este contexto no es de extrañar que, desde hace ya varias décadas, cada año vuelva machaconamente El arte de la guerra a ser lectura de cabecera de muchos directivos de empresa.
No solo eso. Jugamos a videojuegos en los que nos metemos en primera persona en el papel de un soldado que mata. Siempre a gente mucho peor que nosotros, por supuesto. Siempre para evitar un mal mayor. Siempre justificando la muerte de otro ser humano. Y cuando en vez de personas se trata de un bicho, un alienígena o de un zombi: barra libre, desatar nuestra brutalidad está más que justificado.
No se vayan todavía, aún hay más.
Honramos a los militares en desfiles, aunque ahora les llamamos fuerzas y cuerpos de seguridad. Hace tiempo ya que el Ministerio de la guerra remozó su nombre con eufemismos como defensa y seguridad. Se ve cómo brilla ahora, ¿verdad? Una vez más, con la seguridad como bandera, por la seguridad, todo por ella, se pueden cometer las mayores tropelías sin que a nadie le abochorne.
Vemos a representantes políticos disparar con fusiles y lucir prendas militares. Camisetas ajustadas y guerreras de camuflaje que, paradójicamente, no ocultan nada bien lo que en realidad son: borregos con piel de lobos.
Me pregunto en estos días si la guerra es consustancial al ser humano, pero no quiero callar y asumirla como una realidad inevitable. No deseo abandonar la esperanza de diálogo y entendimiento. La guerra es un fracaso y algo podremos hacer para evitarlo, digo yo, y lo espero, y lo deseo. Y si en el peor de los casos no conseguimos evitar la guerra, al menos deberíamos tener la decencia de no enorgullecernos de ella.
Claro que no para todos es un fracaso. Para algunos, bastantes, es un negocio. ¿Para quién? Sigamos al dinero. Tratemos de cuestionarnos: ¿a quién beneficia? Desenmascaremos a esos viejos cobardes que alientan la guerra y el miedo. Distanciémonos de la confrontación como algo natural, como algo que incluso tiene su belleza y su puntito heroico. ¿Quién de verdad desea ser un lisiado como Blas de Lezo por participar en cien batallas? ¿Qué gloria hay en ello? La guerra, digámoslo una última vez de la forma más tajante posible, nace y se alimenta de los deseos más míseros del ser humano y miseria, solo eso, es lo que deja a su paso. Esto parece que ya lo sabía Eurípides, y los griegos, y otros muchos antes de nosotros. ¿Es que no hemos aprendido nada? ¿No deberíamos escuchar a nuestros clásicos? ¿O acaso somos incapaces de sentir una mínima vergüenza guerrera?
Foto de @hasanalmasi
[1] Sigo la adaptación que Jean-Paul Sartre hizo del texto de Eurípides en la edición de Losada (Buenos Aires, 2007).
Newsletter
Entradas recientes
Categorías
- Escritura
- Formación
- Gajes del oficio
- Historias que he leído
- Historias que he visto
- Storytelling
- Teoría y técnicas narrativas
- Uncategorized